miércoles, 5 de agosto de 2015

Échale genio, a la vida échale genio

Alguien puede acostumbrarse a perder tantas veces, que se le olvide lo que es ganar, que lo celebre sabiendo que seguramente puede ser la última vez que eso ocurra. Al igual que alguien puede acostumbrarse a ganar tantas veces que una derrota sea la peor noticia que pueden darle, un recuerdo jamás deseado. Sin duda el ser humano puede acostumbrarse a demasiadas cosas, a demasiadas rutinas, en lo bueno y en lo malo. Pero al igual que el ser humano puede acostumbrarse a toda esa infinidad de cosas, no siempre tiene o puede aguantarlas.

Pero simplemente no existen fórmulas escritas para vivir la vida, simplemente hay que coger las riendas. La vida, aún siendo un regalo, es el regalo perfecto, ya sea de la ciencia, de la evolución, la tecnología, la religión, lo que sea, pero sigue siendo el regalo perfecto. Cualquier regalo puede traer accesorios, algún ticket para devolverlo, lo que sea, pero la vida no trae nada de eso, sea bueno o malo, la vida trae decisiones, y con ellas, consecuencias. Es un regalo que puede cambiar en cualquier momento y de cualquier forma por una decisión y la cadena que desata.

Una sola decisión puede llevarte al cielo o al infierno, a la riqueza o a la miseria, al triunfo o a la derrota, pero simplemente, dentro del regalo, se puede tomar esa decisión, se le puede mirar el diente al caballo y se puede cambiar entero.
Pero nada es perfecto del todo; puede ser perfecto porque es lo mejor, puede idealizarse, pero nada es perfecto en todo su esplendor. La vida, dentro de su perfección, tiene sus defectos, como todo. Podemos tomar miles de decisiones a lo largo de nuestra vida, a la que podemos cambiar lo que queramos con todas esas decisiones, y aunque de una manera o de otra, las decisiones acaben influyendo en el resto de aspectos, hay cosas que no se eligen, y las mayores de todas son los dos verbos más temidos, amar y querer.

No se puede medir el cariño que se tiene sobre una persona o lo que se llega a amar al amor de una vida, pero aún así, uno mismo conoce su intensidad, conoce sus límites (límites puestos por nosotros mismos y que no siempre nos benefician. Pero nunca se puede sentir igual por dos personas, salvo la indiferencia. Correspondido o no, el cariño, el amor, o el impacto que provoca una persona en otra no siempre es una buena noticia ni es un cuento de hadas. Y, ciertamente, nos podemos acostumbrar a querer y no ser correspondidos, o a ser queridos y no corresponder, o a que nos afecten las decisiones de los demás, sus caprichos, sus gilipolleces, más de lo que le afectan a ellos mismos. Pero igual que a eso uno puede acostumbrarse, no tiene por qué aguantarlo.

Porque cada mes puede cambiar la canción, porque cada semana es una cama nueva, porque la vida puede cambiar mucho mientras estamos fuera pero cuando volvemos al origen, la historia se repite, y se repite sin depender de uno mismo, teniendo la voluntad de repetirla pero sin demostrarla, sin tomar la decisión, dejando la pelota en el tejado del otro y aceptando solo uno mismo las consecuencias, porque parece ser que la madurez ahora se trata de liarla con compromiso y que las consecuencias las pague el otro. La vida ya no es blanco o negro, pero siempre hay que elegir.


Uno no puede esperar dentro de la lámpara de genio hasta que la frote la persona de siempre y salir a satisfacer sus deseos con el simple propósito de volver dentro de la lámpara a pensar y pagar la tontería a la que ha dado pie. Y luego escuchar la larga lista de acciones y decisiones cuyas consecuencias y errores tiene que pagar solo el genio de la lámpara por haberlas concedido y no el que la frota por haberlas deseado y realizado. Y a esto llaman los jóvenes de hoy en día madurez.


Más que madurez, lógica y sentido, a la vida hay que echarle genio.