Ay, viejo teatro, ¿qué te han hecho? O mejor dicho, ¿qué has
hecho?, ¿cómo has podido permitir esto?
La última vez que hablé de ti fue para despedirme, como bien
dije, al menos hasta que te echase de menos. Y la verdad es que no lo he hecho
en ningún momento. Pero a pesar de ello, he seguido todo lo que ha ocurrido en
ti todo este tiempo. Has cambiado tu ejército de invencibles que custodiaban
tus puertas por fantoches de trapo que se incendian en cada noche de San Juan.
Has oscurecido aún más tus bambalinas, tu corazón, para hacer que me reafirme
en todo lo que dije. No sé cómo has podido.
Hubo un momento en el que creí que todo podía ser como
antes, sí, tuviste un amago. Un amago de volver a nuestro eterno Carnaval, pero
era un oasis en el desierto de tus mentiras. Cada una de las piedras que te levantan
se han fundido con el rencor y las
mentiras que guardas. Mentiras de esas que hace tanto tiempo te dije que si
repetías muchas veces convertirías en tus verdades. Y se lo has permitido. Pero parece que no ha terminado.
Parece que después de todas las actuaciones que hemos tenido
que aguantar, algunas dignas de Óscar, aún parece que queda por interpretar el
papel de tu vida, el de hipócrita. Nunca quisiste cambiar de reparto en ninguna
de tus obras, y después de echarlos, acogerlos, acogerlos y echarlos de nuevo,
parece que no sabes qué hacer. Parece que todavía no has asumido que esto se ha
vuelto tóxico, que el ejército de invencibles, por muy cerca que vigile, no
está dispuesto a custodiar de nuevo tus puertas. Unas puertas que has cerrado a
cal y canto para que solo puedan pasar tus relativamente afortunados elegidos.
Unos, que aún no tengo claro con qué criterio eliges, será el doble baremo del
que siempre discutíamos.
El problema fue aquel soplo, ese soplo de vida que llegó un
infernal invierno que abrió los ojos de muchos habitantes, incluso de los duendes,
que nunca nos movíamos de allí. Las paredes heladas, las actuaciones forzadas,
el criterio conveniente y los problemas de interpretación; el decidir formar
una batalla y no un cuerpo a cuerpo.
Es agotador intentar una y otra vez resucitar algo que no
aparece en las páginas de la Biblia. Ojalá, a pesar de estas palabras, ojalá se
pudiera, pero tengo claro que no, y que yo no estoy dispuesto en la mayoría de
mi sentir y pensamiento. ¿Por qué? Tú mismo tienes la respuesta. Es ridículo
insistir en una relación absolutamente tóxica entre una mayoría cuando lo más
fácil sería vivir la vida con quien se quiere y cuando quiere. Y no por eso tienes que cerrar las puertas de tu templo, puedes abrirlas cuando quieras. Abre la
reja ya, carcelero. Deja que tus prisioneros canten, terminen con esta
pantomima, y vivan una vida dentro y fuera de tus paredes, no solo dentro o
solo fuera, o con dos vidas paralelas como si de dos mundos se tratase. Estamos
en el mismo mundo, en el mismo barco, pero no podemos estar juntos. No mientras
no te des cuenta de que sigues siendo las cenizas de todo lo que ardió una
tarde de septiembre.
Pero no te engañes, ni a ti, ni a mí, ni al resto. No vas a
cambiar. Puedes prometer la Luna a quien quieras pero yo no te creo, y los
hechos lo están dejando muy patente. Esto no puede cambiar, porque puede ir a
peor, y tal vez pueda ir a mejor también, pero la solución no es esta. No
puedes vivir sin saber lo que hay ahí fuera, pero tampoco puedes dejar que ni
tan solo uno de los tuyos sea utilizado como víctima y con sus palabras
contradiga de nuevo otro papelón.
Todo puede salvarse, bueno, casi todo por mi parte. Tengo
claro quien custodia esas puertas, quien la abre y quien la cierra, quien merece
respeto y quien desea pleitesía, y no estoy dispuesto a malgastar ni un solo
minuto de mi tiempo con quien ha intentado, cual Hitler con los comunistas,
hacer creer que fui yo quien redujo todo a cenizas.
Y eso es todo, viejo amigo, seguirán ardiendo tus fantoches
de trapo, seguirás solito entre rejas sin importarle a nadie mientras el soplo
de vida nos aleja cada vez más.
¡Abre la reja ya, carcelero!