jueves, 19 de febrero de 2015

Otro tango sin pareja

Son los desengaños de la propia vida los que nos hacen reflexionar sobre ella. Es el despertar del día siguiente el momento en el que se te agolpan los recuerdos más recientes. Es la vida de perro la que siempre acaba en la calle. Es la actitud, son las maneras, los actos y sus consecuencias, lo de siempre; es la forma de caer después de haber remontado el vuelo.

La cabeza vuelve a hacer de las suyas, vuelve a recordar en vez de pensar, vuelve a hacer llorar al corazón una madrugada más, vuelve a darse uno de sus golpes, de los duros, de los que se cae con todo el equipo, de los poéticos. Ha llegado el momento de dejar de creer en lo que fue o lo que pudo ser, en lo que podría haber sido  y lo que podrá ser, todo lo que hay es lo que es, es la realidad misma, la de dentro y la de fuera, la que te deja tirado en el suelo en cuanto te despistas.

Esta vez parece que fui yo quien pidió la Luna, o una estrella, y me vendieron una piedra, intenté ser quien no era y acabé traicionándome a mí mismo. Son las historia de taberna de siempre, los tangos que acaban escuchándose solo mientras veo bailar a las demás parejas. Es el tiovivo de la vida, es el zarpar de nuevo saliendo del puerto que parecía un hogar y no lo fue nunca, es la hora de dejar de hacer dramas de las comedias, de dejar de escuchar los cuentos de siempre simplemente porque se cumplan a mi alrededor, es hora de creer de verdad en lo que tengo que creer, en mí.

No se puede sacar de la calle a quien vive de ella, no se puede vender un corazón al mejor postor sin saber nunca quién es su dueño. Otro capítulo que termina con un final inesperado, aunque solo sea inesperado para mí, esta vez ya no hay lágrimas que secar, no hay recuerdos que guardar, no hay páginas para romper, solo hubo una resaca interminable y una lección aprendida. El orgullo vuelve a ser quien preside la mesa del desayuno, la ira incita a lo que nunca conviene, sentada a la derecha; y la pena, a la izquierda, ni se inmuta. A la derecha se acumulan todos los recuerdos infelices que algún día me volverán loco de atar; a la izquierda, impasible, unos sentimientos demasiado habituales como para ser relevantes, un comensal más en la reunión, un mejor amigo habitual, una sombra que pasa desapercibida entre las demás.

Un marajá que se llevó a la cortesana y un escritor que duerme solo por milésima y tres veces, otra vez que no coló la historia, otra vez que toca cambiar de rumbo, una más, una decepción más, una lección, y en el fondo, una alegría por su corta duración.

Levad anclas, a proa, popa, estribor y babor, todo preparado, comienza otra gran y nueva aventura.






Fin del capítulo.

El que entra, no sale

Volvió a subirse el telón, un escenario entero y un solo dueño. Esperando de nuevo la eternidad para volver a escena, escondido en los corazones de todos aquellos que lo viven a diario, todos los que escuchan sus melodías y bailan sus pasos. Ya se escuchan los tambores resonando por las esquinas de la ciudad, ya se engalanan los balcones con banderas y estandartes, ya se rodea la iglesia de escenarios, ya se decora el gran teatro, ya está la plaza deseando que por ella desfilen las comparsas, ya está el López abriendo sus puertas a lar murgas y ya está Badajoz abriendo su Carnaval.

No hay mayor espera que la que acaba en febrero, 4 días, solo 4 días, que valen más que los 361 restantes del año natural que podemos vivir. Los problemas se van al son de los tambores, las preocupaciones huyen al escuchar las turutas y los recuerdos se agolpan en el momento de ponerse el disfraz. Ha vuelto otra vez, mejor que cada año, ha vuelto el Carnaval.

Otro año en el que en apenas 4 días han valido para disfrutar una vida entera. Desde las risas de las caleteras hasta la enfermedad que tanto nos identifica con los gaditanos. El corazón late al ritmo del ¾, no hay mayor vicio que nuestro Carnaval.

Y empieza mi presentación, ya suenan las palmas del patio de butacas y las luces me ciegan, me abruma el cariño, este vicio tan grande que se desata en el segundo mes del año. Sin tapujos ni vergüenzas, lo más ridículo y gracioso que he podido pensar acelerado durante todo el año, las presentación que más me identifique con mi tipo, mi tipo y mi Carnaval, las lágrimas que se me caen al escuchar todos los pasodobles escritos desde septiembre, todos los cantados en el escenario, los que hablan de la vida, de las críticas, de mi ciudad, de sus fiestas, sus monumentos, sus calles y su gente. Llegan los cuplés, llegan las risas, los estribillos pegadizos y la picaresca del que se sube al escenario, llegan las rimas descaradas del que se deja la vida y la cabeza en crearlas, las risas del público, la magia que rodea las bambalinas del teatro, los miles de adjetivos que son incapaces de describir el sentimiento que supone subirme a estas tablas con las que tanto he soñado. ¡Pito, pito!
La destreza de los popurrís y la emoción de las despedidas, unas despedidas que son un hasta luego eterno, unas despedidas que homenajean el significado de esta fiesta.


Ya se acaba aquí la canción, se acaba el homenaje. Los aplausos se desatan y toca mirar al palco esperando una decisión acertada. Estos Carnavales he aprendido que “El que entra, no sale”, he dejado de tener miedo a esas malas de los cuentos, he aprendido que la magia de febrero ilumina la ciudad y a todos sus habitantes, esa magia que muchos seguimos guardando un año entero para sacarla de nuevo el siguiente febrero. Se acaba otro año, se entierran las sardinas, y toca disfrutar de lo que nos ha dejado.





“Deja que el calor del infierno, te acompañe por las calles  y haga cálidas tus noches de febrero en las que vives un sueño que te dura cuatro días y no quieres despertar.”