Sigo sin saber qué se supone que
debo de hacer.
¿Y me lo preguntas a mí?
Eres el único que hay aquí.
Aquí solo estás tú, yo solo soy
tu reflejo. Si tú caes, yo caigo.
Pero...¿dónde estamos?
No veo más allá del marco que me
sujeta, genio, deja de preguntarme cosas porque no voy a saber
contestarte, siempre ha sido tu problema, preguntando y preguntando
sin buscar tú mismo la respuesta.
Preguntar es buscar la respuesta.
¿Quién te da la respuesta? Otra
persona, ¿por qué? Porque la ha encontrado esa persona y te la ha
dado a ti, te la hace saber porque tú la has preguntado.
Puede que tengas razón, y por eso
precisamente estemos aquí.
¿Sabes por qué estamos aquí?
No.
Ayer, volviste a levantarte con
esa sonrisa tan característica tuya, la de los domingos, sin
resaca, por mucha fiesta que tuvieras la noche anterior. Bajaste a
la cafetería a pedir el el café manchado de todos los domingos y
cogiste el periódico. Y un día más salías en la portada, como
todos los domingos. La noticia era un disparate, como los de
siempre, una tontería de esas por las que tú sueles preocuparte y
escribir, de esas con las que te tiras días y días dándole
vueltas hasta que se te pasa, la historia de siempre.
¿Cual era?
Déjame hablar. Bueno, saliste de
la cafetería sin tu sonrisa de los domingos, se te olvidó en la
mesa, justo encima de ese periódico. Fuiste al trabajo, despistado,
sin saber que era domingo porque te habías olvidado la sonrisa en
la cafetería. Las oficinas estaban cerradas, y diste la vuelta,
pensando en la noticia, en el nuevo disparate del nuevo domingo.
Cogiste un par de calles equivocadas y te plantaste en frente del
Coliseo, ahí, a kilómetros de tu casa, como si fuera algo
habitual, pero vamos, yo estaba tranquilo en el espejo sin moverme.
Te sentaste un rato admirando la asombrosa obra, como si fueras un
miembro de la dinastía Flavio admirando su anfiteatro, pero tu
mirada no era de admiración, y, siguiendo el tópico, tus ojos
verdes que siempre han supuesto una perdición para más de una
dama, se tornaron oscuros, tu mirada ya no era solemne, parecías
Nerón, a punto de quemar todo. Seguiste con tu largo paseo de
camino hacia casa, o hacia donde quisiera que fueras, pensando en tu
condena, en tu nuevo disparate. Estabas enfadado, sentías la cola y
los cuernos, y el tridente en tus manos, mientras tu sonrisa de los
domingos se desvanecía en la mesa de la cafetería. Llegaste, sin
esforzarte mucho en tu camino, al foro romano, a tu casa, a tu lugar
de reflexión favorito. El de esas noches de madrugada en las que
mirabas a las estrellas, allí en la oscuridad mientras caminabas y
reconstruías con tu siempre tan imaginativa mente, las calles, las
casas, las columnas de todos los órdenes arquitectónicos. Se te
hizo de noche. No era una noche diferente, la Luna brillaba como lo
ha hecho siempre y tú caminabas a tu ritmo, pausado, con las manos
en los bolsillos por el frió y el vaho salía de tu boca como un
ángel que comienza su vuelo. Estabas equivocado, y siempre lo has
estado, eres un hombre, un simple hombre, bueno eras, no eras peor
que ningún otro, pero siempre le hacías caso al del hombro izquierdo en vez de al del derecho. Siempre pensando en tus ideales,
en tus revoluciones, en la llama del mañana, el mañana que nunca
llegó.
¿Vas a decirme ya lo que me
pasaba?
¿Vas a callarte? Seguías
obcecado en tu paseo , en tu camino hacia no sé dónde pretendías
ir. Seguías pensando en esa portada, esa noticia, esa perdición.
Dime qué era...
Esa portada supuso tu
perdición...Era una felicitación de cumpleaños, una escrita por
el mismísimo Renga, una portada en la que aparecías tú, soplando
las velas de tu anterior cumpleaños, justo el día en que decidiste
dejarlo todo, en el que no cogiste más una pluma ni la tinta, ni la
máquina de escribir, ni si quiera un folio para apuntar nada,
querías olvidarte del pasado.
¿Mi cumpleaños? ¿Ayer?
Pensabas y pensabas en como habías
desperdiciado tu vida, y decidiste aprovechar lo que te quedaba.
Saliste a correr, como nunca has corrido, una carrera digna de un
atleta hasta la cafetería. Recorrías las calles una a una,
esquivando monumentos de la Città Eterna, en una carrera en la que
escuchabas los tambores en la lejanía, los latidos de tu corazón
maltratado y con estrías. Llegaste, después de recorrer una
distancia demasiado larga para ti. Cogiste tu sonrisa de los
domingos y...se acabó.
¿Se acabó? Sigue sin resolverme
ninguna duda. ¿Cómo llegamos aquí?
Tenías 90 años, ¿cómo
pretendías sobrevivir a esa carrera? Te dio un infarto al sentarte
en la mesa y te desplomaste contra la portada de tu felicitación. Y
así llegamos aquí, a tu nuevo camino, hacia arriba o hacia abajo,
eso es algo que solo deciden los que juzgan, yo estoy aquí porque
has caído, y si tú caes, yo caigo.
¿Qué? ¿90?
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