Hay máquinas que solo funcionan a
golpes. Siempre los mismos errores, los mismos fallos de sistema y la
misma solución, un golpe, un puño, un portazo, un pinchazo; a
golpes, solo a golpes.
Beber más de lo que se debe, vivir más
de noche que de día, todos los desenfrenos que puede contar el
diario de un adicto, sí, sin ningún prefijo, un adicto a la vida.
Alguien que no escucha a su corazón
cuando le pide vacaciones, alguien que decide mentirse a si mismo y
seguir soñando más despierto que dormido.
Constantes amenazas y achaques, eso sí,
ningún infarto. Si un corazón está roto, significa que sigue
funcionando. Solo basta con una barra de bar, una ilusión y no mirar
atrás.
Los recuerdos siguen atascados en la
puerta de la memoria, todos ellos, buenos y malos, aunque los
segundos ganen por goleada; siguen esperando a que al menos uno de
ellos logre pasar, seguir su camino y llegar abajo, al que dicen que
manda, al que reparte las funciones, a la máquina y hacerle aprender
de una vez que la vida son más que dos polvos y cuatro copas, que la
esperanza de vida, si es posible que supere los 30 años, mejor.
Las viejas historias con castillos,
princesas, caballos, los cuentos que siempre nos hemos tragado de
pequeños son una lección, sí, una lección tan simple como un
despertar, el despertar del sueño diario, o nocturno, como uno más
quiera, de que ni somos el príncipe, ni la princesa, y mucho menos
el caballo; no somos nadie en esa historia idílica de amor,
obstáculos y, por supuesto, la solución a todo. Son esos cuentos
los que pueden volvernos unos verdaderos Quijotes, los que pueden
llevarnos a una cuneta, al hospital o a lo alto de una azotea a
pensar y reflexionar sobre una vida que no tuvo sentido. Hay que
soñar con sueños, no con vidas; las vidas no se sueñan, se viven.
¿Acaso va a recordarte alguien cuando
caigas?, ¿cuándo le des el último golpe a la máquina? El golpe
que la hará dejar de funcionar por completo.
Son sus cortocircuitos, sus calambres y
todo su entramado de cables lo que hacen que funcione la vida. ¿Por
qué sino sentimos con el corazón y es el órgano que nos hace
vivir? Todos tenemos un objetivo en la vida un objetivo pensado, sí,
con la cabeza; pero el verdadero objetivo de vivir, el que nos da el
corazón, es el de ese verbo de cinco letras impronunciable, es el
objetivo de nuestra vida, nos da la vida y nos da el objetivo. Esa
historia tan preciosa en dos líneas se va por la borda cada vez que
se cruzan miradas en el metro, la pista de baile y la cama. Al fin y
al cabo sigue siendo una máquina.
Y las máquinas solo funcionan a golpes.
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