Dicen que a veces la bebida, en ciertas
cantidades, puede hacer milagros, como el vino de la Biblia. A veces
nos hace valientes y otras veces demasiado cobardes, puede resucitar
una relación muerta, o comenzar una nueva, pero al fin y al cabo es
un mero disfraz, un intento de febrero.
Puede darte la valentía para ir a una
batalla, pero no para ganarla, porque sigues en desventaja, esa misma
desventaja que te ha dado, esa desventaja que describe el estado en
el que te encuentras y la pena que das en ese momento, esa excusa
para dar la cara cuando sin una gota en sangre no has tenido lo que
hay que tener. Esos motivos alegados ante el Tribunal de la Memoria
desaparecen de un copazo para volver con la resaca. Así no.
Se acabó el cuento. El genio ha vuelto
a la lámpara, y por más veces que la frotes no va a volver a salir,
esto está muy muerto ya. No son ni han sido maneras, no era válido
de por vida este contrato.
La puerta está cerrada y la suerte nos
ha abandonado, no hay más que añadir, ni por activa, ni por pasiva,
todo quedó demasiado claro hace mucho tiempo y yo no voy a marearme
cada vez que el camaleón cambie de color. Yo sigo con mis libros,
mis cuentas y mis teorías; intentado solucionar el problema, un
problema que está en mí y que solo puedo solucionar yo, ninguna
ayuda puede servir.
La casualidad y el destino van en
caminos paralelos, pero somos nosotros los que acabamos decidiendo ir
por el camino que cruza en perpendicular, el camino de las decisiones
que nos lleva al final de unas cosas y al principio de otras, y yo he
escogido el camino del final.
Ya no queda tinta, ni papel, ni ideas,
ni argumentos, está demasiado enterrado como para buscar una pala.
Yo me escondí entre mis libros para no volver atrás, y no supe
jamás cual fue el final de esta historia, pero sí sé que ese final
llegó de una vez por todas.
No es desconocido que mi relación con
la bebida es mejor que con muchas personas, pero aún así no me ha
dado la valentía como para volver atrás, y tampoco me ha dado la
cobardía como para dirigir una sola palabra a quien no se ha
molestado en preocuparse por mí ni en mis peores momentos. Pero
parece que sigue siendo infalible ese elixir que vuelve loco al
hombre para hacer las mayores tonterías jamás pensadas y
condicionadas siempre por él.
¿Qué valor tiene? Ninguno. ¿He de
apreciar el esfuerzo?, ¿tengo que pedir perdón? Cuatro copas no
cicatrizan heridas y tampoco hacen olvidar tanto.
Siempre se aprende algo todos los días,
pero sin duda, las mejores profesoras son la Memoria y la
Experiencia, sin doña delante pero con mayúsculas, sin duda son las
que enseñan las verdaderas lecciones de esta vida traicionera. Y no
hay más.
Pero a pesar de todo, lo valoro, sí,
lo valoro, pero no lo suficiente.
De nada sirve el mínimo esfuerzo si
esto terminó hace mucho, y menos el mío. Hasta que no se haga como
es debido...
Se acabó el cuento.
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