domingo, 4 de septiembre de 2016

La condena

El barco atracó, llegó a puerto, no a un puerto cualquiera, era su puerto. La Luna estaba mirando y acariciándole el pelo, pero él le dijo que luego, que había llegado a aquel puerto, había vuelto al hogar de su mal de amores, a su peor quebradero de cabeza. Había sido un largo viaje, un viaje lleno de tantas aventuras que era imposible elegir un solo segundo de todo lo vivido, un viaje que empezó cuando menos lo esperaba, en un momento en el que no estaba preparado, un viaje que parecía que iba a ser eterno pero jamás fue posible esa realidad, un viaje que entre tragos y parpadeos, terminó antes de lo esperado. Un viaje que llegó cuando tenía que llegar, en un momento tan inoportuno como adecuado y tan perfectamente imperfecto.

Un final escondido en un llanto y dibujado en dos suspiros, el hijo pródigo volvió a lo que en su día llamó casa. Pero ya no era lo mismo, ya no era una de esas visitas rápidas en las que apenas hay tiempo para un abrazo, dos besos y una borrachera, era una ausencia sonada, y la crónica de un cambio anunciado. Paseando por las calles, observando los andares, la gente vieja, la nueva, la conocida y la desconocida, se perdió en un palmo de tierra.

Mirando de lado a lado, solo quedaban escombros de lo que un día fue su casa. Las torres más altas habían caído postradas ante las hormigas que siempre pidieron lástima, los libros estaban ensangrentados de violencia en sus palabras y rencor en sus pensamientos; y aquel maldito binomio de vuelta a la realidad le había golpeado con todas sus fuerzas de nuevo.

Las luces estaban bajo el suelo, la bohemia que ambientaba sus noches había desaparecido por completo, y solo la tristeza asomaba en sus ojos, su alma se encogía al  ritmo desenfrenado al que las agujas del reloj habían avanzado hasta pararse por completo en aquel pozo que un día llamó casa.

Sentado en un  banco, en la punta más alta, del punto más alto, con la Luna tonteando, observaba su condena. Pensando que andar a la deriva con un corazón vacío y con una guitarra a reventar era su verdadera condena, observó el paisaje, desolado, como un febrero sin Carnavales...



Y asumió cuál era su nuevo papel.

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