Toda historia tiene un principio, pero nunca sabemos si
tiene un final. No precisamente hoy, pero sí hace unos días me hacen recordar
que vivo vacío, que te has ido. Mis recuerdos no pasan más allá de un patio;
con sus mesas, sus sillas y sus plantas, y nosotros jugando a aprender. La vida
era demasiado bonita, tú, siempre tan buen maestro y yo, a veces buen alumno.
Unos paseos interminables por la orilla del río, cazando cocodrilos y huyendo de
tiburones, con el perro y la imaginación llevados con la correa. No puedo
evitar llorar, sé que nunca te gustó, pero no puedo pensar que no me vas a
llamar más para preguntarme como van las notas, o cuantas novias tengo ya o tan
si quiera cuando me acercaré a verte.
Todavía recuerdo bien la última vez, los dos sentados en el
brasero viendo la televisión acordándonos de las tardes que pasamos para que me
enseñases los números romanos, lo bien que me salió el examen y el tiempo que
hacía que no nos veíamos. Puedo enumerar y contar cada uno de los recuerdos que
tengo de ti, pero no me pidas que me quede con alguno porque me pones en un
aprieto. Siempre tan despreocupado, ayudando a todos, si tenías que jugarte la
vida por un amigo, no dudabas en hacerlo pero siempre te salían las cosas bien,
y cuando no salían tan bien, sonreías y se acababan las tonterías.
Nunca dudamos de tu temperamento, nadie, ni de tu mal humor,
ni de tus enfados cuando perdía nuestro Madrid, ni de tus largos paseos en los
que desaparecías durante horas y salíamos a buscarte, sí, todos, pero siempre te
encontraba yo, siempre sabía tu sitio, donde íbamos a pensar los dos, donde
mirábamos al cielo y admirábamos lo bonito que era aquello, pero sobretodo lo
admiro ahora, los momentos impagables que necesito repetir, que necesito que me
llames, que me pegues cuatro voces y no me dejes hacer lo que estoy haciendo,
que perfectamente sabes que no soy yo, que este que escribe se transforma y
nunca te gustó. Aprendí mucho de ti, pero nunca lo necesario para ser como tú.
Nunca lo acepté, nunca quise aceptar que yo te llamaba de una manera y tú eras
de otra, porque todos me lo dijeron el día que te dijimos adiós, todos y cada
uno de los que estaban allí recordaron como me llamabas, de esa manera tan
peculiar que nunca dejo a nadie que lo haga porque solo me sonaba bien cuando
lo decías tú; todos se acordaron también de cómo te llamaba yo, que fui el
primero, el que más suerte tuvo, el que más tiempo te tuvo, tu sombra. Tuve la
suerte que nadie, desgraciadamente, podrá tener jamás, porque el mundo está
lleno de clones, dicen que tenemos un doble en alguna parte del mundo, creo que
eres la excepción que confirma la regla porque este que está aquí te jura que
eres irrepetible, que nadie te llegará ni a la suela de tus botas, esas que
siempre te ponías para los paseos.
El otro día, Tiger y yo volvimos allí, los dos necesitábamos
ese paseo, te necesitábamos a ti, queríamos recorrer otra vez ese camino que
hacíamos a diario todos los veranos, y llegamos al banco, a tu sitio, donde se
me hace raro no verte. Me senté, a la izquierda, porque a la derecha solías
sentarte tú, solías poner una mano en tu rodilla y la otra mano en la mía, así
que te dejé el hueco, sí, estaré loco, pero se levantó viento, el perro ladró y
volví a acordarme de ti. No sé qué va a ser de mí, nunca entendí por qué te
fuiste. Tuviste una vida de desmadre, de un lado para otro, teniéndonos en vela
noche tras noche y cuando por fin estabas tranquilo, sabíamos dónde estabas, te
quisiste ir.
Cada vez que voy al pueblo, Tiger y yo hacemos ese paseo,
simplemente porque lo necesitamos, porque el simple recuerdo y seguir tu camino
nos hace pensar que no te has ido, que no nos podemos hacer a la idea de que la
persona más importante del mundo se ha largado, sin avisar, sin dejar una nota
y sin llamar. No me pienso hacer nunca a la idea hasta que estés orgulloso
de mí.
Y es que en cada paseo...sabemos que estás ahí.
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