sábado, 4 de octubre de 2014

Capitán a la deriva

A la deriva y con la mejor compañía, así mandan los barcos en el mar. Después de 18 años a la deriva, uno se acostumbra a la mar y a sus secretos, a los barcos encallados cuyas piezas arrastran la corriente con más de un corazón roto.  Dice ese famoso dicho de piratas que “el capitán es el “último en abandonar el barco”  y no faltaría menos con un barco como este. Los Siete Mares nunca fueron una leyenda, el triángulo de las bermudas tampoco, ni la hidra, ni el basilisco, ni si quiera las sirenas porque la vida y el viaje son muy largos hasta llegar al puerto adecuado, hasta echar el ancla por fin y pisar tierra firme. Pero no solo existen los espejismos en el desierto, no es la luz del Sol la que los crea, es el deseo, el objetivo, el ansia y la mete, no tienen mejores sinónimos, es la propia mente humana, esa que es la única que piensa, esa que pregunta cuándo acabará esto, la que está harta de los achaques y se cansa del viaje.


La mente no puede llevar el timón, el timón es del capitán, de su garfio, de su pinza o de sus manos, del verdadero artífice del viaje, del gran tripulante del barco. Es todo lo que más se anhela después de pasar tantos años cruzando las aguas desconocidas del mundo, observando como las sirenas ahogaban a los marineros, o como el Kraken los remataba debajo del agua, como las propias piedras o la mismísima marea acababa con los mejores barcos jamás construidos, con aquellos curtidos en mil batallas, con la armada invencible o con el Jolly Rodgers. Muchos llevarán viajando lo mismo que este viejo barco, otros llevarán más, unos mejores y otros  peores preparados pero siempre se acaban hundiendo en las aguas, en el averno o en fin del mundo, aquel que duele más sentirlo que pensarlo, aquel que se piensa y se teme más que se siente, y ese es el gran beneficio del pirata. Pero solo un barco hundido, uno solo, es capaz de resurgir entre las olas, de levantarse una y otra vez de sus ataques, solo aquel capaz de creer que el puerto adecuado existe es capaz de seguir navegando. Son las leyendas que cuentan los marineros aquellas que dicen que Barba Negra bebió la copa equivocada, que Garfio se dejó caer ante el cocodrilo, pero ellos no eran los capitanes de este barco. La lección quedó aprendida antes de zarpar, simplemente valía observar. Un cofre, protegido, y dentro, el mayor de los tesoros, el mejor de los recuerdos, el alma, la vida, los sentimientos, el corazón del capitán de este barco, este que se hunde y se levanta porque no siente los golpes después de tantos, este que aprende a llevárselos no con gusto, sino con astucia. Los golpes en la proa, en la popa, por babor y por estribor, ya no duelen, se almacenan en la memoria, una memoria constante que recuerda su idealizado puerto, pero que nunca llega a sentirlo, un delirio que acaba comparando cada puerto con aquel que pensaba desde el principio y por eso sale perdiendo. Por eso el cofre sigue encerrado y bajo llave, la de la sala y la suya propia, la que cuelga de mi cuello, la que no se separa de mí y la que espero dar, regalar, antes de tirarla al mar. Porque todo parece tan malo, vil, y cruel desde fuera, desde el agua y desde el puerto, pero si no te subes al barco no sabrás lo que es capitanearlo, lo que duele hundirse a pesar de mover el timón y las velas con todas tus fuerzas. 



Y esa es la carga del Capitán del Holandés errante.

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