Otra noche oscura y de
velas apagadas, otra noche de esas de las que jamás supo cómo llegó a aquel
lugar, a aquel momento. Otro juego con
la muerte antes de dormir, otro paseo por las calles de la Ciudad Eterna, de
esos que siempre le hacían reflexionar sobre la vida, sobre su vida pero nunca
sobre su pasado. El pasado le hacía demasiado daño como para aguantar una
puñalada en forma de recuerdo.
Otra de esas mañanas en
las que pensar era su trabajo, de esas en las que el mundo que hay al otro lado
de la ventana se ve mejor que nunca, con el Sol brillando arriba sobre cada
monumento de la ciudad. Otra vez sin recordar nada, sin memoria, pero con el
sentimiento de orgullo a flor de piel, con los pelos de punta y la piel de
gallina cuando el Sol pasaba el cristal e iluminaba sus ojos verdes.
Volvió a vestirse, con
su mejor ropa, el traje que tanto le gustaba, impoluto, sin ninguna mancha ni
rasguño de ayer, la corbata morada y esos zapatos de su padre. Elegante, por
dentro y por fuera, era el perfecto resumen. Cada paso reforzaba su apariencia,
cada paseo alimentaba sus pensamientos, cada vuelta al anfiteatro era una
velocidad más, cada paseo por el foro era un viaje en el tiempo.
La muerte se escondía
entre las ruinas, detrás de las piedras, en su sombra y en la de los demás, y
una vez más había acudido a él, en su busca, tal vez fue para ayudarla o para
llevárselo, pero no lo recuerda. De nuevo el suelo se había abierto una noche
más, había caminado entre el fuego y las llamas con su traje puesto y su
elegancia en el bolsillo.
Otra vez había salido ileso,
sin saber cómo ni por qué. Pero la muerte seguía escondida noche tras noche y
día tras día entre todos los rincones de su alma esperando a la noche para
volver a pedirle su ayuda, para volver a escuchar sus consejos, para aprender
de la vida, lo que nunca tuvo, para conocer a los vivos…
Simplemente, para dar un paseo.
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